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Literatura y gastronomía
Mujeres rurales y literatura

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La memoria es la forma en que seguimos contándonos a nosotros mismos nuestras historias.

Alice Munro

Cuando me invitaron a participar del proyecto “Lecturas veredales - Redes rurales de lectura”, en donde el eje transversal sería: “La mujer campesina en la literatura” imaginé que iba a ser muy bello, pero en realidad, me quedé corta en las fantasías dirigidas en mi cabeza.


     Las obras literarias de importantes escritores y escritoras provenientes del campo, son mis preferidas y ¿cómo no? ¡Soy campesina! Nací en un pueblo del departamento de Cundinamarca. Mis abuelos fueron campesinos y mis padres también, aunque en la adolescencia, dejaron su pueblo natal para venir a Chía (Ciudad de la Luna, en lengua muysca) casi que dejaron de llevar a cabo las actividades rurales, para dedicarse a otros oficios como ser padres de cuatro hijos, pero siempre hemos estado conectados con todo aquello que es el campo.


    Llevar lecturas, conversar y escribir con las comunidades rurales, es sin duda, una experiencia enriquecedora por parte y parte. Ellos aprenden y recuerdan conceptos, autores y obras, escuchan sobre la importancia de su presencia para la vida y su trabajo es fundamental para el bien de todas las personas, de los pueblos y de las ciudades y, asimismo, se motivan a continuar en el arduo y a veces, poco agradecido esfuerzo de cuidar la tierra y producir de ella, los alimentos. Por mi parte, recuerdo mis raíces y escucho la sabiduría con la que hablan acerca de sus labores que no sólo se quedan en la siembra, cosecha y gastronomía, sino en los tejidos, las artesanías, la protección de los recursos naturales y de los animales que embellecen cada territorio.

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     Chiguaza es una vereda de la localidad de Usme, para llegar desde mi casa hasta la casa en la que daré el taller, debo disponer de cuatro horas, aguantar varios trancones e ir conversando sobre la vida y sus puntos de giro para aprovechar el largo camino. Lo bello es ir siendo testigo de la transformación del paisaje urbano al paisaje rural. Los edificios, el humo, los semáforos van quedando atrás y empiezas a ver, la otra belleza de la ciudad en la inmensidad del cielo, los árboles que se imponen, las casas que son más sencillas y acogedoras y entonces, suspiras para luego, respirar el aire más puro que te recuerda que tienes pulmones. Son las 8:30 a. m. Llevo dos horas de camino y aún queda.

      Cierta levedad acompaña el descubrimiento de esta, la otra Bogotá, la rural, la que no es ruidosa, la que llega montaña arriba, la que de tonada tiene el silencio. El verde se apropia de mis ojos y recuerdo mi infancia. Me veo jugando en los árboles, trepada, escondida, mirando las casas, la escuela, la iglesia y verde, mucho más verde. Sonrío. Siento que voy a un lugar que no conozco, pero ya conozco… Llegamos (Viajo con el conductor, se llama Alexander). En el camino me dijo que si no me daba sueño cuando me ponía a leer, luego me dijo que era probar mi capacidad de paciencia y de buena onda. La verdad es que, claro, a veces me duermo. Agradeció mi sinceridad. Estaciona y todo sucede en calma. Hacemos cada cosa sin afán, dejamos atrás la velocidad de lo urbano para entrar en la parsimonia de la naturaleza. Entramos a la casa, saludo. La puerta estaba abierta. Supongo que nos esperaban. Sonrío al encontrar una niña sentada en el piso coloreando un dibujo. Observo que hay varias personas esperándome. Me miran con curiosidad, no saben que detrás de esta mujer que aparenta ser de ciudad, hay otra que ha sido río, frutos y tierra.

     Interrumpo el silencio. Mi voz resuena en las cuatro paredes de color azul claro. Siento muchos ojos mirándome. Les digo que piensen que soy su vecina, algunos sonríen. Doy inicio pidiendo que nos digamos nuestro nombre y nuestro plato favorito. Algunas caras se sorprenden cuando menciono lo del plato favorito. En seguida, muchas delicias son mencionadas y el paladar y los sentidos se ponen alerta. Reímos con algunos comentarios, empezamos a entrar en confianza. “Uy, qué rico un chocolate con este frío, pero solito no, solito es un pecado". Les digo y se ríen y alguno se anima y apoya la idea.

      Les cuento que yo crecí en una vereda y que amo lo rural, les digo que viven en un paraíso, se miran entre sí y sonríen. Una mujer ya mayor, vestida de oscuro y que llegó después de la gran mayoría me dice: “¿Usted de verdad si es del campo? Porque parece de pura ciudad”. Me mira con sospecha. Advierto que no es crédula y eso me gusta. Entonces le respondo: Sí, claro. Soy del campo, soy pueblerina y campesina a mucho honor. Me dediqué a estudiar y a trabajar con los libros, pero cuando sea mayor, quiero vivir en el campo nuevamente. Me sonríe y entonces, siento que ya me aceptaron en la familia, esa que se teje en las comunidades, que tienen algo en común y que, por eso, se hermanan y se ayudan. ¡Acabo de pasar la prueba de fuego para las jornadas que vienen!

Después de la “aceptación”, que tomo también como una bienvenida, hago una introducción para empezar a hablar de las mujeres que crecieron en el campo y que se dedicaron a escribir historias. Empiezo con Alice Munro, ganadora del premio nobel de literatura en 2013. Les hablo de su familia de granjeros, de su estudio en una escuela rural y de su gran talento. Me parece ver asombro en el rostro de este grupo de personas, la mayoría mujeres y madres, otras ya, abuelas. Prosigo citando a Herta Müller y les cuento que fue hija de un camionero y su abuelo era granjero, alcanzo a decirles que tuvo que vivir la guerra fría y sus secuelas. “Eso pasó en 1947. ¿Alguien nació en ese año? Nadie levanta la mano. ¿Y cerca de esa fecha? Dos señoras levantan la mano. Cuando ustedes nacían, otras personas sufrían. Fue una guerra dolorosa que pasó por muchas etapas, pero desde su nombre, se siente que no fue nada fácil”. No ahondo más en la parte histórica porque el tiempo en taller es oro.

Les hablo de la importancia de la mujer en la sociedad y del campo, como centro de desarrollo que abastece a la ciudad. Vuelven a sonreír. Una que otra mano se levanta para participar. Dicen que claro, que así es, que los campesinos sustentan la vida de todos. Les digo que claro, que sin ellos no habría vida, porque la vida está en la tierra y en las manos que la trabajan. Hago luego una explicación de lo que les voy a leer. Les presento el libro “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel. A grandes rasgos hablo de la obra en general y de la estrategia que la autora usó para dar a conocer los platos mexicanos. Empieza en voz alta la lectura del fragmento: IV. Abril. Mole de guajolote con almendra y ajonjolí. Ubicamos palabras desconocidas y descubrimos que son alimentos que tenemos en Colombia, pero con diferentes nombres. Aprovecho para que las niñas y niños, traigan el mercado de la cocina y muestren los alimentos. Después, hago preguntas para que recuerden lo leído. No sólo me responden, sino que “meten la cucharada” dando su opinión sobre la vida de la protagonista, quien además de todo, es una mujer del campo. Opiniones aquí y allá, vienen y van, unas nos hacen reír y otras sentir nostalgia o injusticia. Recordamos noticias dolorosas de muertes recientes.

     Una mujer mayor, que fue “enruanada” y que tiene los ojos tan azules como el cielo, cuenta su dolorosa historia de la infancia, relacionada por supuesto, con el campo y la cocina. Otras se animan y entonces, entiendo que son muchas “Titas” en un solo espacio (Leer por favor el fragmento anunciado para que entiendan el contexto). Después de esta catarsis, les digo que llegó el mejor momento, ellas piensan que es el refrigerio, pero no. Les digo que: “Vamos a lo que vinimos”. Se quedan en silencio, pensarían, si no es el refrigerio, entonces qué es. Y les digo: “A escribir, esto no se puede quedar en el aire”. Se quedan calladas, luego se miran entre ellas (digo ellas porque el 95% eran asistentes, así es que se hace el lenguaje incluyente).

     Los promotores entregan los materiales, los reciben, pero se quedan quietas. Para animarlas les decimos que si necesitan ayuda, ahí estaremos. “Tranquilas, que el ejercicio es muy fácil, deben escribir la receta del plato con el que se presentaron”. Cambian su expresión, se sienten más cómodas. Luego, después de dos minutos, comentan que les parece difícil, que les toca pensar y organizar el orden de la cocción. Les explico la estructura de una receta y empiezan a escribir en silencio. Una que otra risa se escucha. Se susurran y se ayudan entre sí. Nos miramos cómplices con los promotores (Yesenia y Steven) y la periodista (Katerine) que nos acompaña, sonreímos. Luego, les pido que leamos y compartamos. Sancochos, ajiacos, pescados, arroces, postres, son mencionados y a veces, repetidos. Cuando a alguien se le olvida un ingrediente o un paso en la cocción, inmediatamente, alguien le dice y entonces, el olvidadizo anota. Otras risas acompañan el ejercicio. Tenemos un recetario, les digo. Pueden compartirlo entre ustedes y hasta publicarlo y llenarse de dinero. Les da risa y dicen que no gracias, que con comerse las recetas tienen. Cerramos el taller concluyendo y opinando sobre las temáticas y las actividades, pero eso sí, enfatizando nuevamente en nuestro papel de mujeres, realizadoras de muchas y muy importantes actividades. Les recuerdo que somos valiosas y que debemos hacer valer nuestros derechos y demostrar nuestros talentos. Algunas opinan que claro y ponen de ejemplo a su presidenta de la acción comunal, que es la primera mujer en ser presidenta de esa vereda. La aplaudimos. Las veo relajadas, tranquilas, felices por ser quienes son, orgullosas y auténticas y pienso que, pueden ser mis próximos personajes de mi libro de cuentos.

      Los promotores reparten el refrigerio. Todos comemos arepa y agua de panela, le llevan también a Alexander. Nos tomamos una foto, todos decimos “chicha”. Reímos, nos abrazamos y nos despedimos. Veo cómo se van alejando esas mujeres que parecen mis tías, mis abuelas, mi madre. Veo al único niño que estuvo en el taller y me parece ver a mis primos o a mis hermanos cuando tenían su edad. Me siento conmovida y agradecida. Con el estómago y el corazón llenos, nos vamos. Dejamos atrás ese capítulo de los itinerarios, las montañas se van empequeñeciendo y desde lejos, los pitos de los carros y el ruido de la ciudad se escucha. La otra Bogotá, nos recibe de nuevo.

Saco mi cuaderno y escribo algunas palabras. Miro el reloj, son las dos de la tarde. Pienso en el paso del tiempo y en que serían muy bueno que se realizarán más encuentros como estos en donde uno aprende más, recuerda lo valioso y se va de una manera diferente. El semáforo cambia. Alexander acelera y me mira por el espejo. “Profe, yo escuché parte del taller y muy bueno eso de las recetas, hay que recuperar todos esos platos porque ahora la gente no le gusta cocinar o cocina lo mismo todos los días”. Le pregunto si sabe cocinar y empieza a contarme su relación con la cocina y el campo y me doy cuenta de que no he terminado el taller y nos vamos perdiendo por ese mar de carros de colores en donde van personas que tienen su plato favorito muy claro y siento que la vida es hermosa y generosa como la cocina, como la literatura.

Crónica publicada en Libros Cartoneros de Fundalectura.

Octubre del 2018

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