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EL ÁNGEL DE LOS ESPEJOS

Al leer los poemas de Lucía Estrada, no sólo se devela la vida a través del lenguaje, sino que también ocurre una revelación: la del espíritu de quien escribe. Ese que transforma y se transforma gracias al ejercicio de la escritura.

 

En la primera lectura intuimos un espíritu observador, como un gato en la noche alerta a cualquier movimiento, como la mujer en el puerto que espera la llegada del amor. Su mirada parece extenderse como si viese lo que otros apenas miran, descubriendo los pasos del milagro. Así sucede con Lucía, con su espíritu que presagia visiones poéticas y las deja ser, se deja habitar por ellas.

 

Lucía es lo que mencionó la Alfonsina de los mares: “Soy una y soy mil”, ella es entonces todas las mujeres de otros tiempos y de estos, “las hijas del espino”, el dolor y el silencio, las piedras que esperan, las hojas únicas del árbol, hasta aquella muchacha que abre la noche para recibir al peregrino.


Estuve caminando con el ángel de los espejos, sus libros fueron sendero al asombro y profundidad. Sus poemas abrieron círculos de silencio y allí pensé que quizá para escribir haya primero que renacer en él y viceversa, entonces fui raíz, tierra y fruto.


Al leerla, sentí su dulce compañía, ese espíritu de alto vuelo que sabe nombrar la existencia y contar lo que se olvida o se esconde, aún me parece que anida bajo mis ojos la eterna alegría de reafirmar que esa primera lectura no era más que el preludio a una noche líquida y fértil donde la palabra vuelve para lavarnos, para redimirnos de la opacidad, la indiferencia que abruma nuestros ojos.


Y como todo espíritu mantiene un misterio, no me quedó otra cosa que recurrir a un café con la poeta, nuevas lecturas y descubrimientos para llegar más allá, para conocer lo que hay en la vida de esa mujer que es palabra, espíritu, voz y ángel que escribe en su cuaderno visiones de luz y de sombras.

Texto publicado en la página de "Fuerza de la palabra" - Julio de 2012

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