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VOCES

“Los libros van siendo el único lugar de la casa

donde todavía se puede estar tranquilo”

Julio Cortázar.

 

 

La entrega fue oportuna. Los dos camiones retornaron vacíos a la ciudad. La casa se llenó de libros. Todo el capital ahorrado durante muchos años y obtenido en tareas y oficios que nunca les gustó, lo invirtieron en literatura. Los propietarios se concentraron en adaptar los espacios y en revisar el inventario, pasaron tantos días así que no se dieron cuenta de que los personajes de las obras salían a conversar unos con otros como si se tratara de un encuentro de viejos amigos. ¿De qué conversaban? De lo único que sabían, de sus propias historias: mujeres que hablaban de sus soledades, hombres que recordaban su primer amor, gatos extraviados en otras dimensiones, niños llorando o riendo, armas, muertos, entierros, casamientos, orgasmos y secretos, llenaron la única casa del pueblo que ahora tenía biblioteca. Los libros ocuparon la sala, el hall (que era bastante estrecho) el rincón de las escaleras y casi como una epidemia en el cuarto: cajas de cartón aquí y allá, hileras por colores y tamaños por todas partes: debajo de la cama, en las mesas, cerca al armario, debajo de las sillas. Luego, como por suerte, recibieron una carta de una fundación que les informaba sobre una donación que ellos no solicitaron nunca, pero que aceptaron con gracia y sorpresa. La pareja feliz recibió las nuevas adquisiciones, encontrando en esta nueva etapa lo que no hallaban en la realidad: la dicha. Fueron felices así una década. Los libros ocuparon el espacio de los hijos que nunca tuvieron. Días enteros entregados a la lectura y a la cocina.

 

Con el tiempo se hizo necesario vender algunos muebles y regalar la cama del cuarto de huéspedes. Por fortuna, la lectura no se convirtió en una competencia sino más bien en un encuentro con el otro. Cuando Lola estaba de mal genio y quería decirle algo a Darío, le sugería la página tal del libro tal; Darío leía y para darle una respuesta, ojeaba uno, dos o tres y luego, le señalaba el nombre de la obra, el autor y la página. Esas eran sus cartas de amor, su forma de saberse, su correo.

 

Hubo tiempo hasta para escribir. Después de profundas lecturas e inacabables tertulias, escribían interminables ensayos, reseñas y artículos y de allí nació la idea de conformar una editorial. Ambos pensaron que desde su casa podrían trabajar, obtener recursos y vivir de la labor de publicar a otros. Unas semanas después, eran editorial e imprenta. Tuvieron que contratar a Macías para la impresión y a Matilde para los oficios y la alimentación, (una vez no comieron durante tres días por estar leyendo). Matilde y Macías se encantaron tanto con los libros que decidieron radicarse en el centro del pueblo para estar más cerca de la editorial e involucrarse en sus actividades. Todo funcionó muy bien durante muchos años, la empresa, la escritura, la lectura y el amor, pero algo ocurrió: Darío comenzó a tener sueños raros que desembocaron en una ilusión extraña con la hermosa protagonista de una novela que estuvo debajo de una hilera larguísima de libros: “Lucía no come chocolates”.

 

Nadie sabe a ciencia cierta, ni siquiera el mismo Darío, cuándo empezó a soñarla, a desearla e inventarla. Las charlas con su mujer comenzaron a ser más cortas y más escasas. Se le veía alegre a todas horas, hasta romántico cantando boleros y tangos. Lola, en cambio, estaba ensimismada, le dolía la violencia y la injusticia; se aislaba del mundo. No era raro verla sentada en el piso en algún rincón por horas y horas, primero, devorando libros y, luego, dolorida por lo leído. Una vez lloró dos días seguidos por la muerte de un niño de un pueblo que no existía.

 

Entre Darío y Lola empezó a crecer un gran abismo. Los amigos dejaron de visitarlos al notar la distancia insalvable de la pareja y el cambio abrupto de sus personalidades. Sus empleados cansados de las peleas y contrariedades, renunciaron a la empresa familiar. Lola decepcionada, decidió encerrarse del todo y no tener mucho contacto con la realidad, en cambio su esposo, convirtió sus salidas al café, en un ritual. Aunque le costara concentrarse en las lecturas (porque frecuentemente se le iban los pensamientos a ese ser imaginario que era Lucía). Esa tarde tampoco pudo concentrarse, decidió dedicarse al ensueño para sentirse libre. Cuando se dio cuenta, ya era tardísimo, se levantó, buscó dinero y pagó. Cuando iba a cruzar la puerta para dar con la calle, una voz le dijo:

 

—Señor, se le quedan sus libros.

 

Darío volvió la mirada lentamente mientras pensaba que esa voz tan deliciosa debería tener al menos un rostro deslumbrante y al contemplarla, lo confirmó.

 

—Yo también voy de salida y me fijé que usted dejaba sus cosas —agregó la mujer.

 

Era bellísima, alta, pelo largo negro, ojos grandes y la boca pintada de rojo. ¡Era la mujer de la novela! La invocó tanto que vino a buscarlo en el lugar de sus plegarias.

 

—Gracias —contestó, sorprendido y nervioso.

 

Ella le sonrió y se fue. Él se quedó inmóvil mirándola desaparecer, tratando de comprender a los fantasmas, buscando en su cabeza una escena como ésta en los capítulos ya leídos de la novela. Se sintió un poco tonto y envejecido. Pensó en todos los años que ya tenía encima, en lo desagradable de su apariencia física y a pesar de que la aparición de su amor duró un segundo, seguía nervioso y declarándose el hombre más torpe y cobarde del mundo; sí, claro… ¡tuvo la oportunidad de contarle a su personaje preferido lo que sucedía en su mente y la dejó ir! Tantos días pensando en ella y no ser capaz de confesarse. Después de esa sensación de malestar se prometió cambiar y en el camino a casa evocó tantas veces la escena de la aparición que resultó repitiendo una y otra vez lo que él dijo en esa pequeña conversación: “Gracias”.

Al regreso a su casa volvió a conversar con Lola.

 

—¿Crees en los fantasmas? —le preguntó muy inquieto con el libro de Lucía en la mano.

 

—Claro, ¿quién dice que nosotros no somos un par de ellos?

 

Tanto leer sobre espíritus que ellos mismos terminaron siendo espectros de un pueblo que ahora les parecía ajeno. Compartieron nombres de autores que mencionaban asuntos paranormales en sus obras. Aunque algunas risas acompañaron la charla, pronto el tema acabó y cada uno volvió a la enfermedad de las alucinaciones.

 

Un martes de febrero, Lola se levantó más temprano y se dirigió a la biblioteca. Mientras se acercaba, observó a lo lejos un hombre sentado de espaldas a ella. Asombrada y al mismo tiempo soñolienta, quiso engañarse de que se trataba de Darío, pero no era así. Su esposo dormía todavía. Asustada y curiosa, se sentó encima de una caja de libros y se quedó mirándolo. Recordó la charla de días pasados. ¿Sería un fantasma? ¿Qué se le pregunta a un espíritu? ¿Se presentarían por alguna invocación especial? El hombre en silencio, se pasaba las manos por el rostro una y otra vez, hasta que no pudo contener las lágrimas. El llanto era suave como las lloviznas de esa mañana. Gimoteaba sin decir una sola palabra. Lola se conmovió y se acercó.

 

—¿Por qué lloras?

 

El hombre giró su cuerpo hacia ella y empezó a disolverse lentamente hasta desaparecer. Ella se acercó y se fijó: eran cenizas de letras minúsculas y delgadas. “Eso terminamos siendo”, pensó y las arrojó al jardín. Una extraña alegría se apropió de ella como quien tiene una extraordinaria revelación.

 

Darío empezó a visitar el café con más frecuencia. Esperaba con ansias el regreso de Lucía. Pasaron dos semanas y la ansiedad le devoraba el tiempo, el pensamiento y hasta el apetito. La tal Lucía, o la mujer a la que él llamó así, no dio señales de vida. Le preguntó a las meseras y a uno que otro conocido… nadie daba razón de la mujer hermosa que él describía.

 

La editora alteró el tiempo en su vida. Dormía todo el día y en las noches conversaba con sus nuevos amigos que no eran imaginarios ni fantasmas, simplemente hombres y mujeres de otras dimensiones y épocas con otras formas de vivir. Era gracioso verla por la sala golpeando en las cajas y en los libros para que ellos salieran a su encuentro. Tenía que susurrar, bajar la voz porque temía que su marido despertara y la hallara en semejante situación, y no era porque fuera vergonzosa o ridícula sino porque él sabría qué tan grande era su soledad y comprendería que a pesar del tiempo compartido, ahora eran dos extraños en un mismo espacio.

 

La protagonista que no comía chocolates, apareció de nuevo con el cabello más corto y los ojos más grandes. Darío estaba en el establecimiento y no dudó un solo instante en abordarla, en ofrecerle un café, en decirle que se fueran juntos a la Patagonia, a la punta del mundo, a la muerte, a donde ella quisiera ir, bastaba con que ella mencionara el lugar y allí estaría, para verla y contemplarla, desnuda, vestida, riendo, durmiendo… Él podía enseñarle todo, a vivir, a escribir, a tejer, a amar, a excitarse, a morir…Él y ella como en la novela leída unas doce veces sin descanso alguno. Se sabía los capítulos de memoria. Pensaba una y otra vez en qué le habría cambiado a esta escena, al final, al comienzo…

 

Lola interrogó a su esposo sobre su paradero en las tardes, no por celos sino para arreglar una cita con José, un historiador desaparecido en 1967 quien para salvarse de la muerte, escribió casi mil cuentos y se incluyó en ellos para sobrevivir. Después de visitar varios países de esa extraña manera, lo “instalaron” en la casa de Lola. Contó que las bibliotecas y librerías le resultaban aburridas porque todas las mujeres salían espantadas cuando él se les presentaba. En cambio, cuando se reencontró con Lola, un amanecer en el jardín, se sintió tranquilo porque ella le sonrió abrazándolo con sus ojos después de escuchar su historia de cenizas. Desde ese momento entablaron una relación hermosa mediada por los poemas, por los golpecitos en la caja en que ella lo guardaba, en los besos que no se daban y en el futuro que parecía no existir… Le contó que aprendió varios idiomas gracias a un amigo profesor que andaba de librería en librería en forma de diccionario buscando la palabra “devoción”. Como ambos tenían tiempo suficiente, el uno le enseñó idiomas al otro y el historiador le resumió el mundo en tres años.

 

Por supuesto que Darío conquistó a la misteriosa mujer que sólo él conocía. Nunca se le había visto tan enamorado hasta quiso llevarla a la casa para que estudiara y dedicara su vida a los libros, pero optó por regalárselos y alquilarle un apartamento. A pesar de que ya no cruzaba palabra con su esposa, no fue capaz de perturbarla más de lo que ya parecía estar. Lola durmió por primera vez y por muchos días con José; la noche la sorprendía abrazada a la nada y con el rostro más tranquilo del mundo. Deseaba hablar todo el tiempo con el inquilino más importante de su casa, buscaba escenas para conversar: “página treinta y siete, no, no, no esa no era, ¿cuarenta y siete? ¡Ahhhh! ¿En qué página quedé de verme con él? Seguramente dejé olvidado el libro en alguna parte” y corría aquí y allá, buscando entre las cajas, entre las hojas y sus ojos, las líneas que ahora eran su vida.

 

Lucía se cansó de escuchar poemas y canciones. El insoportable viejo la buscaba y la celaba a todas horas y en todas partes. Se sentía tan abrumada que tuvo que inventarse un viaje. Le dijo que se marcharía para siempre a lugares que no podía develar, que era una expedición secreta. El enamorado se opuso y prometió cambiar, pero la historia de las persecuciones se repetía cotidianamente. Hastiada, se fue de un momento a otro, sin dejar siquiera una nota de agradecimiento o de despedida. Darío entristeció. Bajó excesivamente de peso y las grandes ojeras hicieron que vecinos y amigos pensaran en extrañas enfermedades; además, lo veían hablando solo por la calle, recitando poemas, cantando boleros y repitiendo el nombre de una mujer desconocida.

 

Matilde y Macías, en un acto de solidaridad por ayudar a los que fueron sus jefes, se encargaron de la casa y de la editorial. Los primeros meses hicieron los envíos convenidos e imprimieron algunas obras nuevas. Los autores publicados empezaron a hacer exigencias ridículas a las cuales, ellos no pudieron responder. Pronto los amigos de la pareja se cansaron de la editorial, de la imprenta y de las actividades literarias. Matilde, quiso convertir la casa en una gran biblioteca como para no acabar con todo de una sola vez, pero cuando recordaba que muy pocos leían, se resignó a conservar los libros más significativos y en su oficio juicioso, regaló, donó y prestó muchos y con ellos, se fueron Lucía no come chocolates y La historia no perdona olvidos, el libro de cuentos del historiador.

 

Darío regresó a la casa y se instaló en el cuarto de huéspedes. Lola guardó silencio y no pidió explicaciones. Pasaron semanas y quizá meses, y no salían de su letargo. Dejaron de lado sus nombres, sus angustias, sus alegrías, sus antojos… se fueron olvidando de sí mismos, y ya ni horarios hubo para alimentarse y dormir. No volvieron a salir de su casa ni a comunicarse con nadie. La última vez que se les vio parecían sombras, ella dando círculos en su jardín sin flores y él, concentrado en sus pensamientos hacía la ausente Lucía. De manera paulatina se fueron apagando como una vela cuando llega a su fin, convirtiéndose en voces que susurraban, cantaban y se silenciaban; voces que caminaban por la casa, recordando cómo fueron y gimoteando por ello; murmullos que se escurrían por las paredes, la cama, los sillones. Se fueron a dormir en sus libros de cuentos, delirios y poemas, los mismos que ellos escribieron para perpetuarse, para no  morirse olvidados en algún rincón polvoriento o en el mueble alto de una biblioteca a donde unas manos humanas no alcanzan.

 

A veces, Macías y Matilde, los escuchan susurrar entre las hojas.

 

(Julio, 2010)

 

Fotografía tomada por Camila Carrión

Cuento publicado en la Revista Literaria "Puesto de Combate"

en 2016 y en la Revista Quira Medios en 2017

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